Fue en una pequeña playa, entonces bonita y hoy dia horrorizada por el boom especulador y del ladrillo, de la costa castellonense, donde pasamos los veranos desde que mi memoria necesitaba pañales. En el mes de julio se organizaba un torneo de fútbol por peñas, y nuestra los de la cuadrilla nos preparamos para presentar un equipo. Nos tocó jugar contra un equipo de promesas paraguayas que se preparaba para en posteriores fechas ofrecerse a equipos de la región, todos jóvenesde apenas 20 años a quien acompañaba el Lobo. Recuerdo que llegó con un Seat Ronda de matrícula francesa y se preparó para la pachanga en un vestuario que hoy en día no superaría una inspección sanitaria. Vistieron de blanco y el Lobo dirigía sólo con su planta de tarzán indígena a los jóvenes que parecían aviones, cómo jugaban. Uno de ellos fue Miguel Ángel Benítez, pero ese tema no es el de ahora. Al poco de comenzar el partido, tuve que perseguir a Diarte hasta nuestra frontal del área, al que sólo pude derribar con una zancadilla. Me asusté al pensar la reacción endiosada de este tipo de jugadores, pero me sorprendió que no sólo aceptó mis disculpas sino que casi me las pide él a mi. Me sentí importante porque hice una falta al borde del área a Diarte, y al mismo tiempo tembloroso por ser tratado con un próximo de tú a tú con una estrella de esa rutilancia.
